Por Jaime Restrepo Vásquez
Da escalofrío el solo imaginar a un grupo de adolescentes
adentrándose en el monte para ingresar a las FARC. Aunque la imagen ha sido cotidiana en la
historia del país, la más reciente versión se acaba de presentar en varios
municipios del departamento de Putumayo.
No existe una palabra en castellano para definir el
cinismo extremo que padece Colombia: mientras en Bogotá ultiman los detalles
del Marco jurídico para la Paz, las FARC reclutan a menores de edad para tener
una mayor presencia en distintos sectores del territorio nacional… Y los
reclutas no participarán en jornadas de recreación o de vacunación: ellos
engrosarán las filas de combatientes jóvenes, ilusos y desentendidos de su
propia seguridad para que entreguen su vida en el campo de batalla.
Sin embargo, en el mejor de los casos, el reclutamiento
de combatientes es rechazado tímidamente al tiempo que se atenta contra la vida
o se adjudican etiquetas para estigmatizar a quienes osen oponerse a la ingenua
fantasía de la paz negociada, que no es más que el premio al crimen altruista.
Es evidente que las FARC se están preparando para escalar
sus acciones militares mediante la toma de territorios que sostendrán con los
nóveles reclutas. Así las cosas, de un
lado mantendrán la estrategia de las milicias y redes urbanas para la ejecución
de planes terroristas, mientras los frentes se reactivarán con sangre nueva, lo
que les permitirá el control de las zonas que han recuperado en los últimos
meses.
Pero no hay que engañarse: esto es más que una
demostración de fuerza en los albores de una negociación… es un avance, sin
prisa pero sin pausa, para el reconocimiento de la beligerancia de las FARC y
la reapertura formal de los canales internacionales que tantos réditos le han
dado al grupo terrorista durante los últimos años.
Desde la perspectiva política, además de alejarse del
calificativo de terroristas, los gobiernos aliados de las FARC serán
reconocidos como adalides de la paz en Colombia y no como socios de un grupo
armado que comete acciones terroristas, como si los actos de terror no tuvieran
actores e intenciones políticas para beneficiar a sus autores intelectuales. Así mismo, en el país, los promotores civiles
serán despojados de cualquier presunción de ilegalidad y el señalamiento será
oficialmente una persecución política condenable.
Entre tanto, los opositores al diálogo claudicante serán
agrupados en un ente amorfo, solo visible a través de la imaginación que
despiertan quienes lo invocan… Hablo de la extrema derecha, una etiqueta tan
genérica e incierta que solo puede utilizarse como una execrable forma de
manipulación mediática.
La fórmula ya fue presentada en sociedad: a raíz del
reciente atentado contra el director de La Hora de la Verdad, algunos medios
señalaron que la autoría podría estar en una conjura entre las FARC y la
extrema derecha. ¿A quien querrían señalar con extrema derecha? Es evidente: a
los que se oponen a premiar a las FARC con impunidad y elegibilidad, pues en la
ceguera que padece Colombia, todo aquel que cuestione el camino al “paraíso de
la paz”, es un monstruo a quien deben atribuírsele crímenes y culpas sin
compasión alguna.
Es que el infundio parte de una media verdad: las FARC si
tienen alianzas de vieja data con narcotraficantes que cuentan con ejércitos privados
que protegen los cultivos y las rutas utilizadas para la comercialización de la
droga. Además, esos ejércitos han
reclutado combatientes desmovilizados de las AUC, y en diversos casos, los
cabecillas son antiguos mandos medios de esas estructuras.
Sin embargo, esos ejércitos privados carecen por completo
de la fachada de la contrainsurgencia, y solo se mueven al vaivén de los
intereses del narcotráfico. Así las
cosas, las alianzas coyunturales y específicas del negocio de las drogas no
giran en torno a la ideología sino al dinero ilícito y por tal motivo, la tal
alianza es una cortina de humo que busca conservar la reputación de las FARC,
de cara a las negociaciones de paz.
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