21 de febrero de 2011

Apaciguamiento y complicidad

Por Jaime Restrepo Vásquez

Se equivocan parcialmente quienes sostienen que la seguridad democrática se está debilitando y culpan de ello al ministro de Defensa Rodrigo Rivera. Lo que está viviendo el país en materia de seguridad, es el resultado del juego político que ha planteado el gobierno Santos con las FARC y sus secuaces.

Hay que decirlo: la política de seguridad democrática no ha tenido modificaciones y las Fuerzas Armadas mantienen intactos los componentes básicos de su accionar: logística, pie de fuerza, estrategia y ocupación territorial. Sin embargo, resulta evidente que la moral de las tropas y la operatividad han descendido drásticamente, debido a la persecución que los operadores judiciales han emprendido con la excusa de los “falsos positivos”.

Es innegable que en Colombia se han presentado este tipo de crímenes monstruosos, pero muchos de los casos que tienen acuarteladas a decenas de unidades militares, son montajes de las FARC para paralizar el accionar de las tropas: los terroristas utilizan a la población civil como escudo y luego los asesinan, o utilizan a sus propios muertos, para que los operadores judiciales, con el sesgo que los caracteriza, califiquen la situación como un falso positivo. Ahí entran a jugar las ONG, que presurosas señalan a las Fuerzas Armadas como autoras de esos homicidios.

Esta situación, cada día más frecuente, permite la presencia territorial de los militares, pero obstaculiza su operación, ya sea por investigaciones en curso o por el temor a ser involucrados en un caso de “falsos positivos”.

Esa parálisis es aprovechada por las FARC, que intentan recuperar algunos corredores de movilidad en los departamentos de Cauca, Nariño y Putumayo, ya sea para el narcotráfico o para el desplazamiento de sus jefes o de secuestrados.

A todo esto se suma la premisa histórica de las FARC de llegar fuertes a una negociación: siempre que algún gobierno abre la puerta de los diálogos, las FARC se envalentonan y emprenden una campaña que los posicione en un punto de barbarie de tal magnitud, que se haga imperiosa la necesidad de hacerles concesiones. Mientras tanto, los áulicos hacen el trabajo mediático, señalando que esa barbarie se acabará si se negocia con los terroristas y repiten la falacia de que dichas negociaciones le permitirán al país alcanzar la paz.

Sin embargo, lo anterior no sería posible si el gobierno no completara la ecuación, prometiendo acercamientos, diálogos o negociaciones, como lo hizo el ministro del Interior, Germán Vargas Lleras: “se requiere que haya una expresión: liberar secuestrados o parar las acciones violentas. No tiene que ser todo junto... algo que le recupere a la nación colombiana y al propio gobierno cierta confianza, hoy perdida”.

Lo que hizo Vargas Lleras fue una invitación a las FARC para que trabajen en llegar fuertes a la negociación, incrementando sus acciones terroristas en todo el país. Y lo están haciendo: el miércoles 16 de febrero, en el Chocó, dos policías fueron asesinados por las FARC cuando se desplazaban al barrio El futuro, en Quibdó, para entregar útiles escolares a niños de ese asentamiento. Los uniformados fueron atacados con fusiles y una ametralladora M-60. Ese mismo día, en el municipio de Solita, Caquetá, fue asesinado el patrullero de la Policía Janier Moreno Palacio, víctima del “plan pistola” de las FARC. El día anterior, dos Infantes de Marina, Lucas Orlando Silva y Álvaro Rivillas, fueron asesinados por las FARC en Puerto Leguízamo, Putumayo. En el mismo ataque, cuatro uniformados resultaron heridos y aún no se tiene noticia de tres miembros de la patrulla militar.

En La Gabarra, Norte de Santander, el 14 de febrero, las FARC asesinaron a los soldados Émerson Francisco Granados Sanguino y Julián Andrés Briceño Tarazona, cuando regresaban a la guarnición ubicada en las afueras del casco urbano del municipio.

Unos días antes, en el municipio de San Miguel, departamento de Putumayo, fueron masacradas por las FARC cinco personas, entre ellas una niña de cinco años. La masacre fue uno de los episodios de la reacción de las FARC para mostrarse fuertes ante el gobierno y amedrentar a la ciudadanía para presionar un clamor nacional por la paz: esa misma semana, 29 militares cifra oficial que no corresponde a la realidad resultaron heridos por la detonación de una bomba instalada por las FARC.

El 5 de febrero, dos policías fueron asesinados en el municipio de La Uribe, en el Meta, por terroristas de esa organización. El ataque en La Uribe se produjo horas después de que el presidente Santos reiterara su ofrecimiento al grupo narcoterrorista de buscar una salida negociada al conflicto armado.

Nefasta influencia la de Andrés Pastrana en este gobierno, tratando de reeditar el fiasco de su política de “paz” en el periodo de Santos. Pero mucho más grave es la complacencia del actual Presidente con los dinosaurios que quieren seguir ensayando políticas de apaciguamiento que han fracasado, las que sumergieron al país en un baño de sangre que hoy parece reactivarse.

Lo que el gobierno Santos no quiere entender es que mientras las FARC mantengan el apoyo interno y externo, y se sostengan en la soberbia que les otorga medio siglo de mediocridad, no hay negociación posible. Poner de moda otra vez la palabra paz es una estafa a la nación, pues de esos diálogos solo se obtendrá el resurgimiento del grupo terrorista, oxigenado y con nuevos contactos internacionales. La paz que prometen Santos y las FARC significa el incremento de los secuestros, la multiplicación de las masacres y la recuperación de territorios que los terroristas perdieron en épocas pasadas.

Uribe demostró que con las FARC hay que ser radicales: cerrar las puertas de los diálogos con candado, presionarlos militarmente sin tregua, perseguir sin piedad a sus contactos políticos y mediáticos y tener la dignidad para despreciar a los auspiciadores del grupo terrorista en tierras extranjeras… lo demás es repetir la estupidez de Chamberlain en los años treinta.

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