2 de abril de 2012

Recuerdos inútiles

Por Olavo de Carvalho

Una debilidad crónica del pensamiento liberal es que, en su resistencia obstinada y no pocas veces heroica al crecimiento del poder del Estado, termina por ignorar el hecho de que no siempre los movimientos revolucionarios y dictatoriales concentran el poder en el Estado, sino a veces fuera de él. En verdad, ningún movimiento podría apoderarse del Estado si no se convirtiera en más poderoso que él, creando medios de acción capaces de neutralizar y sobreponerse a cualquier interferencia estatal adversa, así como, por supuesto, lograr manipular el Estado desde fuera y utilizarlo para sus propios fines. Cualquier principiante en el estudio del leninismo sabe esto.

Que la izquierda del PT (Partido de los Trabajadores, de Lula y Dilma Rousseff) y Pro-PT estaba destinada a dominar por completo el Estado brasileño sin encontrar la más mínima resistencia, es algo que ya estaba claro para mí por lo menos desde 1993, cuando las famosas CPI (Comisiones Parlamentarias de Investigación) demostraron que nuestro Parlamento no era más que una mascota dócil que obedecía los mandatos de los grandes medios de comunicación, alimentados y manipulados a su vez por el omnipresente y omnisciente servicio de información del PT. Fue en ese año cuando publiqué “La Nueva Era y la Revolución Cultural”, aportando la claridad —a quienes no querían claridad ninguna, por considerar que ya tenían todo claro— de que la “petización” total de Brasil era sólo cuestión de tiempo. No había entonces entre los liberales quien imaginase siquiera que el PT pudiera llegar a tener algún chance de elegir un Presidente de la República. Y todos me miraban como a un loco recién salido del manicomio cuando les decía que eso sólo llegaría a suceder —como fatalmente sucedió— en el momento en que el Estado ya estuviera completamente dominado por dentro y por fuera, siendo la conquista del gobierno nacional la simple oficialización final de un hecho ya ampliamente consumado.

Mientras tanto, la intelectualidad liberal gastaba todas sus neuronas en el empeño idealista de defender en el plano doctrinal la economía de mercado y la libertad democrática, dos cosas que a la izquierda ni se le ocurriría atacar muy seriamente en ese momento, ya que necesitaba de ambas para poder parasitarlas y continuar creciendo hasta llegar a ser lo suficientemente fuerte como para subyugarlas, deformarlas y, en el tiempo justo (que sólo hasta ahora está llegando), extinguirlas.

Había incluso quienes celebraban la proliferación de las ONG como un notable progreso de la democracia liberal, en la medida en que, consagrando las vías no-oficiales de acción social y política, fortalecía a la sociedad civil contra las pretensiones avasalladoras del gigantismo estatal.

En vano advertía yo a esas criaturas que la "sociedad civil" era precisamente el terreno escogido para la penetración de las fuerzas revolucionarias, decididas a lanzarse a la conquista del poder del gobierno sólo cuando estuvieran seguras de controlar, por vías no-oficiales, todos los medios posibles de formación de la opinión pública, así como todos los canales de financiación estatal y privada de una multitud de emprendimientos revolucionarios mayores y menores, sectorizados y lo suficientemente discretos como para que su efecto de conjunto simulase una transformación espontánea de la mentalidad popular. La misma propagación de la expresión “sociedad civil”, insistía este insano columnista, reflejaba la influencia creciente y anónima del pensamiento de Antonio Gramsci, ya en aquella época el autor más estudiado y más citado en todas las facultades de letras y de ciencias humanas en Brasil, sólo ignorado por aquellos que deberían tener el mayor interés en defenderse de la revolución gramscista.

La primera señal de que alguien me había prestado un poco de atención no llegó hasta transcurrida casi una década, y no vino de los liberales. Un artículo memorable del general José Fábrega, publicado en un periódico de pequeña circulación, mostró que entre los militares había todavía alguna inteligencia despierta, lo que que vino a confirmarse en los años siguientes con dos libros espectaculares, técnicamente perfectos, del general Sergio Augusto de Avellar Coutinho, La revolución gramscista en Occidente (Río, Estandarte, 2002) y Cuadernos de la libertad (Belo Horizonte, Grupo Inconfidencia, 2004), por desgracia, publicados demasiado tarde como para inspirar cualquier acción efectiva en contra del proyecto de control hegemónico de la sociedad brasileña, en ese momento ya prácticamente victorioso. El general Coutinho murió el 27 de diciembre de 2011 (ver), amargado al ver la facilidad asombrosa con la que la maldad organizada —la estrategia de Gramsci no es más que eso— se había apoderado del país. Lo que más lo entristecía era que un proceso de dominación tan obvio, tan evidente, tan bien explicado de antemano y tan fácil de entender, pudiera haberse aplicado a una nación enteraPublicar entrada de manera tan anestésica e imperceptible que cualquier gemido de protesta acabase sonando como extravagancia intolerable y casi como señal de demencia. Si en el resto del mundo la vida imita al arte, en Brasil ella imita a un chiste: nuestra democracia llevó a cabo al pie de la letra y con siglos de atraso, la cantinflada de Jonathan Swift sobre el ciudadano que murió, pero al no haber sido avisado sobre su muerte, seguía creyendo que estaba vivo.

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